Hermosos perdedores, la novela de
Leonard Cohen, tiene un título tan simple como contundente. Porque si bien la
derrota nunca es hermosa, entra en juego una variante que puede modificar el
destino de los héroes para siempre: la épica. No puedo asegurar que de ahora en
más el mundo vea con esos ojos a la Selección Argentina, y tampoco me interesa;
pero a mí se me hace imposible verla de otro modo. Básicamente, porque junto a
mis amigos recorrimos más de 11.000 kilómetros en auto, durante 32 días.
Salimos el jueves 12 de junio desde Buenos Aires y el recorrido fue:
Florianópolis, Parati, Río de Janeiro, Parati, Ouro Branco, Belo Horizonte,
Buzios, San Pablo, Cristalina, Brasilia, Ribeirao Preto, San Pablo, y claro,
como última parada antes de volver, nuevamente Río de Janeiro. Durante
semejante periplo estuve leyendo Mi vida querida, de Alice Munro,
canadiense igual que el viejo estratégicamente nostálgico de Cohen. En las
últimas páginas de ese libro, la ganadora del Nobel recorre los años de su
infancia y afirma: “Esto no es un cuento, tan solo es la vida” Ni bien leí esa
frase caí. Me di cuenta que estaba ahí, en uno de los momentos más importantes
de la historia del fútbol.
Cuando Gotze la mató de pecho y la cruzó
de palo, el corazón se nos convirtió en una pasa de uva. El grito resentido y
sin un gramo de escrúpulos de los cariocas, sumado al grito ario y eufórico de
los alemanes, terminó de aniquilarnos, luego de más de 113 minutos de la
angustia más bella. Los minutos que faltaban para el final se fueron,
desaparecieron entre el poco aliento que nos quedaba. Se perdieron. Perdimos.
Un dolor inexplicable que solo puede generar este deporte, un drama absurdo,
pero genuino. Las luces del Maracaná reflejaban nuestras lágrimas. Y esto no es
una metáfora. Eran un montón de ojos brillando. Tengo esa imagen en la cabeza.
También tengo la del cordón de fotógrafos que avanzaba delimitado por una soga,
para inmortalizar a los campeones, pero no éramos nosotros los campeones.
Nosotros estábamos a los sollozos limpios, con la cara bordó, con la ilusión
muerta. Creo que nunca estuve tan ilusionado en mi vida. Ni siquiera en primer
grado, cuando esperaba que mi papá llegue de Capitán Sarmiento con un cassette
para el Family Game. Todo era perfecto: la final del mundo, en el Maracaná,
contra Alemania, con mis amigos en la tribuna y con un amigo que tenía la
camiseta puesta, pero no para cantar “Brasil decime qué se siente” sino para
marcar a Muller y ganarle las divididas. Cuando los parlantes dieron la
formación y se escuchó “Pablo Zabaleta” el corazón nos latía como un bombo.
Parece mentira. Merecíamos otro final. Porque era perfecto, todo era perfecto.
Quizá por eso mismo no pudo ser. No fuimos a vivir ese momento, ni siquiera lo
hablamos. Se dio así, y punto, como los agites más trascendentales de la vida.
Con mis amigos nos cuidamos mucho de decir la palabra “campeón” y ni siquiera
nos animamos a tocar una de esas réplicas de la copa que vendían en los
semáforos. El sábado, antes de la final, los pibes decían que los alemanes
nacen con un solo objetivo en la vida: cumplir el objetivo. Coincido, un poco
por lo que indican los resultados y, también, porque soy un ortodoxo de la
quemada. Sabía que ese comentario nos ayudaba. Así y todo, no alcanzó. Todavía
lo veo a Pablo cuando terminó el partido. Desolado, como cuando tenía 12 años y
perdíamos sobre la hora con un equipo de San Nicolás que parecía imbatible. El
mismo gesto, el mismo hambre. Con la mano en la cara, comiéndose el destino,
muerto de rabia, con una impotencia única, después de jugar un mundialazo. Eso
me destruyó. Me senté y no pude mirar más para la cancha. Miré el piso y lloré.
Los pibes también lloraban. Éramos perros durante la noche de Navidad.
Despedimos al equipo con un aplauso y nos fuimos. Abatidos. En los pasillos del
Maracaná tuvimos un episodio para el olvido con dos tarados que llevaban la
camiseta de Flamengo y, con un criterio del dolor completamente diferente al
nuestro, nos boludearon. No es necesario entrar en detalles, es un poco la
parte vergonzosa, irracional y estúpida que tienen las pasiones. Igual, no pasó
a mayores, pero intervino la policía brazuca y todo se tornó un poco más triste
de lo que ya era. Con un baldío en la garganta, sin poder encontrar consuelo,
dormimos como pudimos y al otro día salimos a las 10 de la mañana. Desde Río de
Janeiro a Buenos Aires, el viaje duró 36 horas. Sólo parábamos a cargar nafta,
donde aprovechábamos para calentar agua y alimentarnos. Manejaban un rato,
dormían otro rato, y así, se iba cambiando el piloto. El único inútil que no
sabe manejar soy yo, pero ese es otro tema. Un debate eterno, sin sentido.
Queríamos avanzar, dejar la ruta atrás. En el trayecto de Río a San Pablo logré
pensar en todo lo que pasó con algo de distancia. La ruta tiene esa capacidad.
Recordé lo que dijo alguna vez Santiago Barrionuevo, el cantante de Él mató un
policía motorizado, sobre Messi: “Un nerd dispuesto a hacer la revolución”. Me
parece una definición brillante. Entonces pensé que muchas revoluciones fueron
interrumpidas, muchas se quedaron en mitad de la nada, sin una bengala que
ilumine el cielo y rescate su heroísmo. Sentí ganas de abrazar a Messi, porque
creo que le debo algo, no sé, ningún otro jugador es capaz de devolverme la
infancia como lo hace él.
Me hace sentir que tengo 9 años y estoy mirando el
partido en el que Ortega se la pica de zurda al arquero de Ferro, luego de
venir gambeteando en diagonal desde la mitad de la cancha ¿Cómo le voy a pedir
más? Conmigo ya cumplió. El éxito es la circunstancia más miserable de todas.
Los nenes que entraban a la cancha de la mano de los jugadores no leen los
diarios, ni miran noticieros, ni programas deportivos argentinos ni españoles.
Sus caritas, cuando lo tenían al lado, son la expresión más pura de lo que es
capaz de generar su juego, su idiosincrasia barrial de llevar la pelota siempre
al lado del pie, como nadie puede hacerlo. Eso es Messi. Todo el resto son
especulaciones, obviamente, válidas, pero contaminadas con la velocidad del
mundo encima, con prejuicios y mandatos universales que nos transforman en
cajeros automáticos vacíos. También pensé en Mascherano, en la elegancia
madurativa de cada uno de sus actos, en el vestuario, en una conferencia o en
el cierre a Robben.
Eso de llevar el liderazgo en el alma, pero laburar de
manera incansable para que no sólo la naturaleza se haga cargo de lo que te
dio. Es impresionante tener la destreza de equilibrar la locura. Mascherano la
tiene. También pensé en Sabella. Y me acordé que hace más o menos un año, en un
partido de Eliminatorias, cuando citó a muchos exjugadores de Estudiantes de La
Plata me puse despectivo con sus decisiones en una red social. Un estúpido. Al
toque saltó Horacio Fiebelkorn, un poeta de Tolosa al que admiro, respeto y le
tengo un gran cariño. Me retó, en un tono que entendí paternal y amistoso. Hoy
reivindico esa patadita en el culo que me pegó Horacio. Le agradezco. Hoy, con
el diario de un lunes feriado, pongo a Sabella en lo más alto y le pido perdón.
No sólo por el lugar que se ganó por llegar a una final, también por su perfil,
porque no es bajo, es el perfil de un tipo seguro de lo que quiere, sin
espectáculo ni flashes, sabiendo que no se come ninguna. Esos fueron los tres
pilares fundamentales: Sabella, Messi y Mascherano. Pero mientras trataba de
reconstruir lo que me pasaba con cada uno de esos héroes, siempre tenía
presente a Pablo. Fuera de los flashes y del marketing, él era la encarnación
de nuestro sueño. Ni al más flashero de los pibes se le hubiese ocurrido: desde
el Barrio Las Flores a la final del mundo en el Maracaná. Qué locura. Dejábamos
pueblitos atrás y seguía sin entender por qué estuvimos ahí. No podía dejar de
pensar en la voluntad de Pablo, en su fuerza. Me acordé de Laura, su mamá, que
cuando él recién arrancó en las inferiores de San Lorenzo, lo llevaba desde
Arrecifes al Nuevo Gasómetro tres veces por semana. Al poco tiempo ya se quedó
en la pensión. Siempre figura, siempre con unas pelotas enormes para que nadie
lo pase por encima. Esa coherencia en su actitud durante toda su carrera lo
llevó al privilegio que cualquier futbolista anhela desde que patea por primera
vez. Se lo merece, cada minuto que estuvo adentro de la cancha con la camiseta
argentina se lo merece. Recordar sus gritos en un vestuario pintado con cal y
techo de chapa, cuando todos éramos nenes asustados, con las patitas temblando
y verle esa misma mirada, esa misma convicción, jugando en la Selección, me
generó tanto orgullo que me perdí. Y por más que a esta altura ya tendría que
estar acostumbrado, quedé en cambio. Llegué a pensar que lo que estaba pasando
no estaba pasando. Posta. La realidad me avasalló, se me hizo insólita, me
comió vivo.
Aproximadamente 200
kilómetros después de Curitiba, la ruta estaba cortada. Intentamos desviar por
un camino alternativo y anduvimos más de una hora haciendo zigzag dentro de un
morro. Estuvimos a punto de encajarnos, en una oscuridad espantosa y con un
cansancio insoportable. Desistimos de la idea y volvimos. Nos metimos a un
pueblito que estaba arrancando su rutina diaria. Todavía era de noche. En una
panadería preguntamos si existía alguna solución. Desde el auto escuché que un
tipo explicaba en portuñol que lo único que podíamos hacer era cruzar en balsa.
Pensamos que era una joda, pero cuando no te queda otra que confiar, el resto
de tus sentimientos son de Nacional B. Confiamos. El tipo nos dijo que sigamos
su auto, que él nos indicaría. Temimos lo peor. Porque sí, porque el miedo es
como Mascherano, por más que no lo veas, siempre está. Nos dejó en un camino
similar al que habíamos estado hace un rato y se fue deseándonos suerte.
Hicimos unos 10 kilómetros y nos chocamos un río, rodeado de montañas. Estaba
amaneciendo. Solo faltaba que Horacio Quiroga salga en cuero entre los árboles
y con cara de dormido nos diga que no rompamos las pelotas, que lo dejemos leer
en paz. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Una balsa destartalada,
tirada por un barquito, estaba cruzando un camión. Llegaron a nuestra orilla,
el camión arrancó y el dueño de la balsa nos saludó. Nos dijo el precio y subimos
los autos. Nos reíamos para no llorar. Detrás de las montañas tupidas salía el
sol más redondo que nunca y nosotros estábamos cruzando un río, en una balsa,
con dos autos arriba, sin la certeza de volver a pisar tierra firme. Lo
logramos. Saludamos al lugareño, hicimos otros 10 kilómetros de camino
incierto, hasta que salimos a la ruta nuevamente. Le metimos un largo trecho.
Miraba por la ventanilla y veía un paisaje muy parecido al fondo de pantalla
predeterminado de Windows 98. Gran parte del sur de Brasil es así. La ruta
estaba muy cargada. Eso me hizo acordar que a Gilda la mató un camionero
brasilero que se quedó dormido. Tuve ese mambo negro unos minutos. Hice el
comentario. Nadie me contestó. El silencio se hizo aun más hondo. Necesitábamos
llegar. Ya. Estábamos incomunicados, todos los celulares sin batería. No
aguantábamos más. Hasta que por fin: la frontera. Compré unas cajas de Garoto,
porque sé que a mis abuelos les cabe. Pasamos los controles en Uruguayana y
entramos a Paso de Los Libres, Corrientes. Estábamos en Argentina, luego de 32
días siendo más visitantes que nunca. Llegando a Gualeguaychú se hizo de noche
por segunda vez en el viaje. Esos kilómetros hasta Buenos Aires fueron
interminables. La cabeza me explotaba. Necesitaba bajarme del auto, todos
necesitábamos bajarnos del auto, pero hicimos un esfuerzo enorme por
mantener la calma. Con el último aliento, sin un mango, sin un puñado de
fuerza, llegamos. Celebramos, con los ojos hinchados, pasados de vuelta,
rotísimos. Antes de irme al departamento, saludé a mis amigos con un abrazo
largo. Por eso mismo nunca más volví a mirar nada que tenga que ver con el
Mundial, nada de nada. Lo evito, todo el tiempo. Elegí quedarme con el final
que construimos nosotros. El único.
Leandro Gabilondo.
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