La previa empieza cuando mi viejo y yo nos subimos al auto. Discutimos
sobre las posibles formaciones, siempre con esperanza. Así transcurre el viaje
de Florida a Liniers.
Dejamos el auto en la parte de atrás del Carrefour, caminamos
hablando de fútbol. Es un clima relajado, palpitamos montones de emociones. Ya
por Juan B. Justo se empieza a ver la caravana, la avenida está teñida de
blanco y azul; me lleno de orgullo, estoy en casa. Compramos dos caramelos Halls
azules, uno rojo y una Coca-Cola de vidrio en el mismo kiosco de siempre.
La gente está amotinada en la entrada del club, “La Puerta
Giratoria”, justo en frente de la estatua de los campeones.
La miramos con nostalgia últimamente. Pasó algún tiempo de
ese Vélez ganador, nuestro presente es muy distinto y es algo que todos los
fortineros sabemos. Nos pesa estar peleando abajo, nos desacostumbramos a esa
lucha, es duro. Es inevitable no acordarme del invierno del 2005, la primera
vez que vi a Vélez campeón siendo hincha y socia a mis trece años. Fue toda una
novedad para mí. Nunca imaginé estar en una tribuna a los gritos, con una
felicidad incomparable. Sin dudas, fue un momento que no puedo explicar y que
sólo los apasionados por el fútbol pueden entender. Caigo en el 2018 como un
rayo. Cuando River descendió en el 2011, las cámaras de televisión enfocaban a
los hinchas llorando desconsoladamente; mirándolo desde afuera no pude comprenderlo.
Llorar por algo tan banal como el fútbol parece una locura. Hoy,
lamentablemente, lo entiendo.
Cargando una mezcla de nostalgia y tristeza, encaro para el
estadio. Es hermoso, imponente; lo miro y se me pone la piel de gallina. Me
guardo el encendedor en la zapatilla. Puteo cuando el policía me pide el número
de documento para hacer la averiguación de antecedentes; les grito: ¡a la barra no le piden nada! Todos me
miran aprobando mi estallido de furia. Furia que resurge unos segundos después
cuando la policía me mete mano como loca buscando el encendedor porque me vio
los puchos. No aguanto y le digo medio en chiste, medio en serio: invítame una birra primero cheeee. Me
doy cuenta de que se enoja un poco pero no me importa.
Entrando a la tribuna los latidos del corazón se acompasan
con los bombos. Empiezo a cantar y a agitar los brazos “¡Vélez, mi buen amigo,
esta campaña volveremo’ a estar contigo, te alentaremo’ de corazón, esta es tu
hinchada que te quiere ver campeón!” Es un instante en el que poco importan los
demás y el qué dirán. Todos experimentamos el mismo frenesí, es una fiesta y
estamos borrachos de pasión, nadie desentona. Pasan la formación por la
pantalla: aplaudimos a unos, otros apellidos generan un susurro generalizado.
No importa, “esta tarde cueste lo que cueste…” Salen los jugadores a la cancha.
Es sábado de carnaval, el resultado de este partido nos puede hacer
tremendamente felices o completamente miserables por el resto del fin de semana
XXL. El árbitro pita.
Los minutos van transcurriendo unos muy lento y otros, muy
rápido. Paso de la euforia al sufrimiento en cuestión de segundos. Con mi viejo
estamos sentados en la Platea Norte Baja, lejos del arco que defiende Vélez,
así que no recuerdo bien la jugada. Es una milésima de segundo en el que el
tiempo se para, veo la pelota flotar en el aire, parece que va en cámara lenta
y…entra. Gol de Patronato. Llega un vacío en el pecho, puteo a los gritos o en
silencio, no estoy segura. Miro a mi alrededor buscando una explicación: nadie
la tiene.
Pispeo el reloj, van 20 minutos del primer tiempo, todavía
podemos ganarlo. Es increíble, me doy cuenta del desánimo de los jugadores, el
enojo cuando dan mal un pase, cuando no ganan esa pelota dividida y, ahí, la
esperanza se empieza a pinchar. La hinchada también se da cuenta: “¡hay que
poner un poquito más de huevo!” Mucho más que un poquito diría yo, pero no pega
con la arenga.
Termina el primer tiempo. Y esta parte señoras y señores, es
la peor: el entretiempo. La gente se disfraza de Bilardos, todos son eminencias
del fútbol. Méndez no para a nadie, hay que sacarlo y poner al 28; Mauro se las
morfa todas; al 10 le faltan las piernas; en la última jugada el 8 tendría que
haber abierto la cancha hasta el fondo, tirar el centro al primer palo, pero
pasado, y el 11 debería haber estado arriba de unos zancos, hacer una triple pirueta
en el aire, patear fuerte al medio (ojo, nada de tirarla a colocar), romperle
la mano al arquero y listo, gol, re fácil; están todo el día con la pelotita,
dame un par de botines, entro yo y juego mejor y una sarta de boludeces más. Soy
pólvora, dame un poco de calor y me enciendo: hace el curso de director técnico, llega a dirigir primera y después habla
todo lo que quieras. Lo digo medio sonriendo y en chistonto, a ver si
alguien se ofende y se pudre todo.
Pitazo y empieza el segundo tiempo. No pasa mucho. Algunas
situaciones de gol para Vélez que no se concretan. Todos decimos que esa bocha
en todos lados entraba, pero no. Hoy, acá en Liniers, se fue afuera. A los
jugadores de Vélez la pelota les quema, se la sacan de encima sin pensar, están
todos alborotados y nerviosos. Una señal de que, aunque sea un poco, les
importa. El dt en el banco mueve los brazos para todos lados, se agarra la
cintura y mira para abajo, derrotado. Patronato está todo atrás, agazapado,
esperando el contra golpe. Llega a los 40 minutos. 2 a 0, el partido se terminó
acá. Si quedaba una mínima ilusión de empatarlo por lo menos, ya no existe.
La gente en la platea se empieza a ir, mi viejo incluído; le
grito fuerte (para que los demás también escuchen): ya viniste hasta acá y te quedaste todo este tiempo, no te podes ir
ahora.
Los minutos adicionales se me hacen eternos. Dejo de prestar
atención al partido, son minutos regalados pero inservibles. Espero que termine
rápido. El árbitro pita por última vez.
Quiero encontrar entre la gente algo que me dé consuelo, pero
todos estamos perdidos. Ninguno de nosotros es la misma persona que entró al
Amalfitani esa tarde, algo nuestro se quedó ahí para siempre. Nos vamos
cabizbajos, encorvados, empequeñecidos. Estoy enojada y triste como la mayoría.
Empiezo a caminar de regreso al auto. Un señor dice enojadísimo: que se meta el lírico en el orto. Me río
aún sabiendo que mi fin de semana está arruinado.
Me quedo pensando que el fútbol mueve multitudes,
incluyéndome; ojalá no lo hiciera. Vuelvo a pasar por la estatua de los
campeones, el recuerdo del clausura 05 dice presente una vez más. ¡La puta
madre! Si nos vamos a la B voy a llorar, aunque me enfoquen las cámaras de
televisión. Y es probable que no se me cruce por la cabeza que alguien del otro
lado me esté mirando y pensando: llorar por fútbol, ¡qué pelotudez!
Tengo tatuado Vélez Sarsfield
en el pie
porque es de donde vengo
una parte de lo que soy,
estos colores son mis raíces.
Y si en las buenas
me quedé afónica de
gritar
“en las malas mucho más”
¿cómo no voy a estar?
Hasta el fin de semana que viene, ¡campeón!
Majo Tulino
Dibujo Laura Thomson
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