Todo
empezó en ese lugar que ahora está en todas partes. “Hoy hay clásico”, dijo
Federico, en el ya omnipresente grupo de Whats App. El significado de esa frase
apuntó nada más ni nada menos que al cruce, en el torneo de Del Barco Centenera
y la autopista de los domingos, de los dos equipos que dividen al grupo de
amigos. Los pibes esperaban desde hace días, con comentarios alusivos y
capturas de pantalla de Facebook, el partido más importante de la primera parte
del certamen.
El
“Rusticazo”, nombre de la competición, es un torneo que deslumbra domingo tras
domingo en Parque Chacabuco (Del Barco Centenera 951). Consta de un grupo de
personas, sus amigos y los amigos de sus amigos, que decidieron armar una
competición con menos calidad que el fútbol profesional, pero con igual grado
de compromiso y responsabilidad. Los equipos son elegidos a dedo por los
organizadores, con el objetivo de que vayan cambiando en sus nombres propios
pero manteniendo un similar nivel de categoría futbolística. “Es otro deporte”,
dijo hace poco tiempo Diego Giustozzi, técnico de la selección argentina de
Fútbol de salón, última campeona del mundo. Un clásico de los domingos.
Entonces,
era la cuarta fecha, y el partido que los pibes esperaban debía jugarse. “Lola
Bunny Gangbang” contra “Weedy Tunes” (los nombres del torneo deben estar
atravesados por cierta matriz temática que se actualiza torneo a torneo y, en
este caso, el enclave seleccionado fue “nombres ligados a Warner”). “Ya estoy
haciendo el precalentamiento”, dijo Nicolás, quien, junto a Andrés, Augusto y
sus dos laderos juegan en el primero de los equipos y enfrentan a Federico,
Tomás e Iván, junto a otros dos integrantes. Y fue justamente éste último quien
le recomendó a Nicolás de qué forma debía preparar sus músculos para el
encuentro: “Tocá la pelota ahora, porque en el partido ni la vas a ver”.
Cortito, y ¿al pie?
Eran
las 17 00 clavadas y el estadio estaba listo. No hay alambrado en semejantes
certámenes, sino una estructura compleja de cuadrantes negros realizados con
sogas que se hinchan y se mueven completamente hacia atrás cuando la pelota no
va al arco, sostenidas a su vez por un esquema de goma acolchonada y
desgastada. Tienen como signo distintivo una bandera chica de una importante
marca de agua mineral embotellada, puesta al revés. Las paredes del lugar
muestran un verde gastado con marcas de gris desteñido. En el fondo, lejos de
la entrada, hay un pequeño cuartucho del mismo verde gastado que las paredes
que tiene el distintivo perfecto del vestuario del fútbol 5: un tanque de agua
gris en uno de sus extremos del techo.
En
varias cosas el ambiente le gana por goleada a una cancha de primera división,
pero hay uno que es infalible: el clásico entre Lola Bunny Gangbang y Weedy
Tunes se va a jugar en un campo techado. Pequeño detalle a tener en cuenta: no
estamos hablando del techo retráctil del estadio Miyagi en Japón, que simula el
casco de un poderoso guerrero del clan Date, sino que lo que cubre la cuestión
es la parte de debajo de la Autopista 25 de mayo, célebre por conectar, entre
otras cosas, la Autopista Buenos Aires – La Plata con el Acceso Oeste. La
decoración sonora no es ni el “Decime que se siente” de Argentina en 2014 ni las
vuvuzelas sudafricanas del 2010, sino el ruido de las ruedas de camión en el
pavimento a las bocinas de los locos domingueros apurados por llegar a casa.
Afuera
esperaba el público ensordecido: dos amigos (Santiago y Jonathan) casi
obligados a semejante ritual por ese famoso grupo de Whats App, y Guadalupe, la
novia de Federico, experta en “hacer como qué” quiere estar ahí. El panorama
apto para el público lo completan una cantidad infinita de mochilas de
adolescentes y ropa tirada a los costados.
El
partido arrancó cuando la Ixon
naranja tono “Gol del Beto Alonso a Boca en el 86 pero más trucha y más chica”
rodó hacia atrás. Empezó parejo, como todo buen partido del “Rusticazo”, con un
mejor manejo de pelota de los Weedy. Pero semejante prolija manutención del
balón los llevó a una confianza inusitada. Tomás tocó displicentemente a
Federico (arquero temporal que, como en general sucede, dura aproximadamente
entre un gol y un gol y medio) y el 10 del Lola quitó el balón al portero y
puso el uno a cero. Federico puso cara de “como-me-vas-a-pasar-la-pelota-así-la-re-puta-madre-que-te-re-mil-parió”
y en modo mute le transmitió a Tomás el concepto de que le tocaba ir al arco.
"Estamos dormidos, despiertensé”, gritó el ahora jugador de campo.
El
juego volvió a ser parejo y más o menos siempre consistía en lo mismo. La
escuadra que poseía el dominio circunstancial del esférico tocaba la pelota incesantemente
entre el arquero salidor (¿cuyo gol vale doble?) y el último defensor, a
instancias de dejar atrás al último elemento del rival para generar el hueco
que permita llegar a la portería contraria. El Weedy logró el empate de esa
forma.
Pero
la felicidad le duró poco tiempo: con una mezcla de buen fútbol del Lola y una
catarata incesante de puteadas de los jugadores del Weedy, más preocupados por
alcanzar y pegarle al 10 blanco que en jugar, el partido se convirtió
rápidamente en un baile bárbaro: 5-1, 6-2, 7-3, 8-4 pero siempre con una
diferencia de cuatro goles (son escasos, y requeriría de un equipo especial de
antropología forense, los casos de fútbol de salón sin competencia oficial cuyo
exacto resultado se sabe realmente. Lo importante y lo que se va cantando gol a
gol es la diferencia entre un equipo y otro). El Lola brillaba y ganaba,
siempre, por ese “cuatro” gritado en cada uno de sus goles, con una sonrisa que
contrastaba con el furor de energía negativa de Federico y sus secuaces.
Cuatro
cosas brillantes pasaron la última vez que el Lola le sacó 4 goles en el
partido. En primer lugar, Guadalupe, la novia de Federico, dijo sin repetir y
sin soplar lo siguiente: “Yo sufro el post, no sabés lo que va a ser la vuelta
en auto. Encima viene Tomi.”. Lo segundo es que Jonathan decidió que iba a
alentar pura y exclusivamente al Weedy (antes lo hacía para el equipo que tenía
la tenencia del balón, con aplausos y discursos profundos como “dale dale dale”
al mejor estilo Ramón Díaz noventista). La tercera circunstancia fue que le
tocó ir al arco a Iván, que demostró que el fútbol de salón informal es el
único deporte en el que puede haber un arquero con la remera titular del
Chelsea. Lo último es que Santiago se dio cuenta de que un jugador del Weedy
tenía puesta una remera de Grecia y se preguntó cómo es que el marketing
deportivo da para todo.
Pero
lo mejor estaba por venir. Primero, un rebote de córner. Luego, un contra golpe
mortal, de esos típicos en donde si no hacés el gol en arco contrario te lo
hacen. El Weedy estaba a dos goles (6-8). Y lo sublime se hizo realidad: un
doblete del número nueve con rodete en el cabello (no perteneciente al grupo de
amigos protagonista de esta historia pero clave en el desenlace del partido),
se encargó de mandar la pelota a la red en dos ocasiones, una de taco. Un
doblete con rodete, para que el partido insignificante del final de las canchas
de Centenera se convierta en el encuentro apasionado por el que los pibes
estuvieron días tirándose bombas vía redes sociales.
No
conforme con eso, el Weedy pasó al frente con gol de Tomás, pero Nicolás empató
9 a 9. El Lola en ese momento se perdió dos goles increíbles (uno Nicolás y uno
Andrés). Y el final del partido empezó a venir. O, mejor dicho, comenzó a
caminar. Las culminaciones de los encuentros en este deporte no son con reloj
ni alarma ni réferi. Simplemente el encargado del complejo empieza a caminar
por el pasillo que se encuentra detrás de la estructura de sogas negras y se
para al lado de la puerta a esperar a que la jugada finalice para chiflar y,
así, terminar el partido.
Todos
los encuentros habían culminado y el encargado entró a la cancha del clásico
del domingo. Jonathan, que ya había vuelto a hinchar por los dos equipos, lo
frenó: “Dejá la última”. Y entonces vino un pelotazo largo, al mejor estilo
Holanda en el 98 contra Argentina, que el nueve con rodete en el cabello mandó
a guardar. 10 a 9 ganó el Weedy. Final del encuentro.
Y
en esta disciplina, hasta los post partido tienen su libreto. Primero los que
ganan caminan, porque caminar es de victorioso. Los dos equipos se separan. Los
que pierden toman agua y se secan la transpiración con la camiseta. “Hubo
cuatro penales que no nos cobraron”, expresó Nicolás, como si hubiera alguien
que imparta justicia en este tipo de certámenes. “Tendríamos que haber cobrado
mucho más”, señaló Augusto, que sabía que hay cosas que solamente se cobran si
estás perdiendo o empatando. Tenían las manos en la cintura o en la cara.
Estaban muertos y sin embargo no veían la hora de volver a jugar.
Los
que ganan son lo opuesto. Tienen adrenalina. Hablan fuerte, gritan, no como los
que pierden. Colocan sensaciones raras y dicen las mayores estupideces en el
más alto volumen, sin que nada les importe, precisamente porque lo único vital
era ganar. “El corazón me latía así”, dijo Federico, mientras movía su remera
en sucesivas ocasiones para afuera y para adentro a la altura de su pectoral.
La victoria logra cualquier cosa.
Y
entonces todo terminó donde empezó: en el grupo de Whats App. Los ganadores
enviaron una foto con las manos paradas, en la que se veía a Iván, Federico y
Tomás con mirada canchera, con la frase “We are Born Ready” (Nosotros nacimos
listos), mal escrita, lo que sirvió para comunicarle al resto de los
integrantes del grupo que habían ganado el clásico.
Si
hay un fútbol oficial, quiere decir que hay otro fútbol. El de los pibes, el de
los barrios, el de los pueblos. El de las historias que tendrán lugar no en las
tapas de los diarios, sino en los grupos de Whats App, en los asados o en las
previas antes de salir a bailar el sábado. Por cada partido millonario, hay
cientos o miles de encuentros como el del fondo de las canchas de Centenera.
Quizás tiene razón Darío Giustozzi cuando dice que acá hay “otro deporte”: esto
es fútbol de verdad.
Santiago Núñez
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