No
dejaron entrar a la cancha a diez de los líderes de La Doce. No fue por
asociación ilícita; tampoco por tener vínculos demostrados con Angelici y
Macri; no tiraron a un hincha desde un para-avalancha; ni siquiera fue porque cobren doscientos pesos
al que quiera estacionar cerca de la cancha el día de un partido. No. Fue por
estar sospechados de un asesinato. Es decir, hasta que no se demuestre que
fueron ellos, son inocentes; por lo cual, a lo sumo se les puede impedir salir
del país, impedirles la entrada a la cancha es una vendida de humo gigante.
Pero lo que importa no es porque quedaron afuera. No, lo que importa es lo que
pasó a partir de eso.
Cuando
vas a la cancha cantás. Cantás y no te preguntás que es lo que estás cantando.
No importa si se grita que “la boca va a ser un cementerio de gallinas” o si
“los pibes están en cana, porque vos sos vigilante”. Cantás y ya. ¿Pero qué
pasa cuando no están los bombos ni la barra para dirigir los cantos? Pasa que
hay que alentar al equipo, que por eso vinimos a la cancha. Y si no hay nadie
que nos marque cual es la canción a seguir, el ritmo lo vamos a marcar
nosotros. ¿Saben por qué? Porque hay canciones que ya son nuestras, que
retumban en las tribunas aunque no se juegue ningún partido. Canciones que nos
cantan a nosotros. Que hablan con nosotros. Canciones que hablan de nosotros.
De nuestros clubes. Que nacen desde algún lugar anterior a la memoria. Y se
quedan. Canciones que nos reivindican como luchadores de un club, que vibran en
el pecho. Canciones que van a la esencia, a eso que nos mueve a llorar, gritar
hasta desgarrarnos las cuerdas vocales o sonreír porque ganamos aunque todo
vaya mal.
Un
día la barra no estuvo. Se tomó el poder. Y el estadio se vino abajo. Porque
teníamos que hacerlo. Teníamos que demostrarles a los jugadores que, aunque la
barra no esté, aunque hubiera un hueco donde siempre está lleno de banderas y bombos,
ellos no iban a estar solos. Porque los jugadores no son maquinitas. A ellos se
les pone la piel de pollo cuando la cancha tiembla o gritamos desquiciados.
Ellos cantan con nosotros, yo los vi. Ellos pueden no ser hinchas, no ser como
nosotros, ser trabajadores que llevan el pan a su mesa, pero hay algo de lo que
estoy seguro: sienten. Sienten cuando recuerdan las gambetas en el barrio
imaginando un estadio que se les caía encima; se desarman cuando coreamos su
nombre y sus mamás lloran mirando televisión; vibran cuando en un lateral
levantan la cabeza y ven que no paramos, con o sin barra, de gritar para
decirles que no están solos. Que somos uno.
Porque
no hace falta que nos digan que traigan vino que juega la acadé.
Porque vamos a volver a levantar los escalones en Boedo.
Porque somos locos y borrachos como el Puma y como el Chacho. Porque che Racing, pedís vino y copas no tenés. Porque tiraste gas, abandonaste. Porque esa mancha no se borra nunca más.
La
tribuna es la olla donde se mezclan Gardel, el rock barrial de los noventa, la
cumbia, el reguetón, Mi historia entre tus dedos (canción romántica italiana),
Rodrigo, Gilda y Creedence. Es el lugar donde el cheto canta “muchas veces
fui preso y muchas veces lloré por vos”. Es el lugar desde dónde se puede ver a Dios
usar pantalón corto. Y al diablo abrir y cerrar los arcos. Dónde todavía
existen los caudillos. Es el lugar dónde un domingo cualquiera, podemos dejar
de escuchar qué tenemos que hacer (o cantar). Y ser nosotros los que mandan.
Juan Stanisci
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